jueves, 15 de enero de 2009

Dignidad de la fe, dignidad del ateísmo

De Javier Otaola
La Asociación Humanista Británica impulsó el pasado octubre una campaña ateísta con la que pretendían recaudar el dinero suficiente para insertar este mensaje en los autobuses del Reino Unido: "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de tu vida". La frase tiene ese delicioso toque escéptico tan del gusto de los ingleses; ni siquiera hace una declaración taxativa, sino que se limita a indicar una probabilidad.

La idea, que ha tenido repercusión y ha recibido el apoyo de intelectuales de renombre, entre otros, Richard Dawkins, autor de El espejismo de Dios, ya ha llegado a España, al haber aceptado tal publicidad la empresa municipal de autobuses de Barcelona.

Rowan Williams, el arzobispo de Canterbury, se tomó con evangélica deportividad esa campaña, celebrando el interés, al menos dialéctico, que Dawkins se tomaba por la idea de Dios. Pero no he visto tal deportividad entre nosotros. Por el contrario, he escuchado comentarios de furibunda repulsa respecto de la campaña por parte de creyentes, comentarios que me han parecido injustos.

Las opciones religiosas y metafísicas, creyentes o increyentes, son apuestas personales, es decir, juegan efectivamente con un factor de probabilidad que el gran cristiano y matemático Blas Pascal ya analizó en el siglo XVII. Como todas las apuestas, cada uno las hace a su riesgo y ventura.

Si la existencia de Dios fuera una evidencia, no sería motivo de fe, ni de apuesta. Se trata por lo tanto de un terreno propio de la libertad de cada uno, y su plausibilidad debe discutirse en el ámbito de la sociedad civil. Personalmente, yo prefiero hacer una apuesta creyente, por problemática que sea, pero creo que tan legítimo es hacer una apuesta atea o agnóstica. Y no creo que haya nada de incorrecto en que los ateos publiciten sus opiniones y las defiendan argumentadamente en el ámbito de la sociedad civil, del mismo modo que lo hacen las diferentes opciones religiosas, por cierto, de manera mucho más masiva. No es competencia de los poderes públicos en una sociedad abierta y democrática pronunciarse sobre cuestiones de esa índole, sino garantizar la convivencia de todos en un marco de derechos y deberes equitativamente establecidos.

Siendo fundamentalmente la democracia parlamentaria un sistema convivencial y una orto-praxis, una reflexión siempre en curso, planteada como tarea y no una ortodoxia doctrinal, cerrada y definida de una vez y para siempre, elude en su seno la confrontación entre diferentes opciones de sentido como el teísmo religioso de una fe revelada, el deísmo, el agnosticismo o el humanismo ateo, enmarcando su discurso colectivo en la búsqueda del punto en el que se da la coincidencia, negociando en cada caso un determinado consenso. Eso es, en definitiva, una Constitución.

Al proclamar los valores constitucionales de 1978, establecimos un acuerdo básico que admite la dignidad de cada una de las posiciones religiosas, filosóficas e ideológicas representadas de una manera abierta en una sociedad abierta. Lo que no significa que todas las opciones nos tengan que parecer del mismo modo válidas o correctas. La dignidad de las diferentes opciones no nace del valor de verdad que puedan tener, que será el que cada uno le atribuya en cada caso, sino de la autenticidad y el deseo de veracidad que es preciso suponerse en toda persona de buena fe, en definitiva, de la propia dignidad de la conciencia humana, frágil y mudable.

En última instancia, las ideas no son dignas y respetables, de hecho, difícilmente lo pueden ser todas cuando se niegan y contradicen tan rabiosamente, pero sí lo son las personas que las sostienen y defienden, en la medida que lo hacen de buena fe.

La democracia, como forma de organización de la convivencia, no busca proponer una determinada opción religiosa o metafísica, ni puede permitirse ninguna clase de adoctrinamiento, creyente o increyente, sino que busca hacer posible la convivencia entre personas que tienen interés real en cooperar de una manera equitativa, de generación en generación, a pesar de hallarse divididas en sus concepciones del mundo y de la vida (Rawls).

Será en el seno de la sociedad civil, y no en el marco de la representación política, donde se podrán discutir las cuestiones de orden religioso o metafísico, y en ese juego de mutuas interpelaciones, cada uno tomará sus propias decisiones. Ahora bien, deberemos aceptar deportivamente la inevitable puesta en cuestión que inevitablemente nos producirá esa libertad de opinión y de pensamiento, y ese contacto con los otros. En el seno de una sociedad abierta caben perfectamente diferentes alternativas de sentido, filosóficas, metafísicas y religiosas, siempre que acepten las reglas del juego de la democracia.

A mí todo esto me parece, además de muy democrático, muy evangélico, ya que, en contra de lo que las tradiciones eclesiales suelen decir, el texto evangélico relativiza radicalmente todas las pertenencias y todos los dogmas religiosos, y sitúa por encima de todo una sola cosa: la compasión como fuente última de salvación. Y si no, leamos lo que dice Mateo 25: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí". En todo caso, disfrutar de la vida es un buen consejo para todos.

Javier Otaola es abogado y escritor.

domingo, 11 de enero de 2009

Masonería y política en la historia de España

Leandro Álvarez Rey
Universidad de Sevilla

Hace ahora casi justamente 75 años, en el mes de junio de 1931, el órgano de prensa más cualificado de la Masonería española, el Boletín Oficial del Supremo Consejo del Grado 33, saludaba el establecimiento por vez primera de la democracia en España con un editorial cuyo título dejaba lugar a pocas dudas: “La República –decía– es nuestro patrimonio”. En aquel editorial se afirmaba que la República se había instaurado en España bajo los tres grandes principios que la Masonería considera base fundamental en toda organización humana: las ideas de Libertad, Igualdad, y Fraternidad. La identificación entre la Masonería española y el nuevo régimen republicano quedaba pues, desde el primer instante, dibujada de una manera nítida y sin fisuras. Como se decía textualmente en aquél artículo periodístico:

“La República nació limpia de todo pecado, y con la enorme fuerza de todas las grandes virtudes civiles. Diríase que era la imagen perfecta, moldeada por manos geniales, de todas nuestras doctrinas y principios. No se podrá producir otro fenómeno de revolución política más perfectamente masónico que el español. Todo fue templanza, justicia, orden, mesura, humanitarismo, tolerancia y piedad. Los grandes resortes morales que nosotros, los masones, cultivamos fueron los que estuvieron en acción”1

El mensaje que las principales autoridades de la Orden pretendían transmitir a los masones españoles era que si la democracia era un patrimonio de quienes habían luchado por la libertad, y de quienes habían sufrido vejámenes y persecuciones por implantarla, no hay duda de que los masones españoles habían ocupado las primeras filas en esa lucha, y por tanto a ellos les cabía el honor y el deber de defender esa libertad recién conquistada. Por eso, afirmaba el Supremo Consejo del Grado 33, en aquel momento histórico “nuestra misión es conservar la República, limpia de todas las mezquindades partidistas...”.2

Por las mismas fechas que la Masonería española proclamaba su adhesión e identificación con la recién proclamada Segunda República, se celebraban en nuestro país las primeras elecciones democráticas de nuestra historia. A resultas de aquellos comicios iban a tomar asiento en el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo ciento cincuenta diputados a Cortes que, aún perteneciendo a partidos y organizaciones políticas muy diversas, tenían todos un aspecto en común: el haber sido iniciados un día en los secretos de la Orden del Gran Arquitecto del Universo; es decir, su pertenencia a la Masonería.3 Ese centenar y medio de diputados masones se sumaban a la extensa nómina de miembros de la institución que, a partir de 1931, iban a ocupar puestos muy relevantes en la vida política española, bien como alcaldes o concejales en sus respectivas localidades o al frente de los ministerios y de diversas instancias de poder durante el período republicano. Masones como Diego Martínez Barrio, Marcelino Domingo, Casares Quiroga, Fernando de los Ríos o Alejandro Lerroux, quienes en aquellos momentos integraban el Gobierno Provisional republicano. Ellos eran, por así decirlo, los principales exponentes de un fenómeno de ya hondas raíces en la historia de nuestro país: el de la vocación política de los masones y de la Masonería española.4

* * *
La vinculación entre masonería y política constituye en la Historia de España un fenómeno que hoy en día conocemos aceptablemente bien sobre todo a partir de los años del llamado Sexenio Democrático. En 1868 el triunfo de la revolución Gloriosa inauguró una etapa donde convergieron y pugnaron por imponerse diversos proyectos y programas políticos, difundiéndose un ambiente propicio para el debate de las ideas y la discusión pública. Fue en esos años de agitados vaivenes, de alternativas y cambios en la trayectoria y rumbo político de nuestro país, cuando la Masonería española comenzó a crecer como posiblemente no lo había hecho hasta entonces, pues la ausencia de trabas legales para la creación de todo tipo de asociaciones ofreció la ocasión propicia para el desarrollo de las Logias y de las Obediencias masónicas. Este proceso de crecimiento y auge de la Masonería española se prolongó hasta finales del siglo XIX y, tras la interrupción motivada por lo que ha dado en denominarse la crisis masónica finisecular, en torno al 98, aun conoció una nueva fase de expansión a partir de l923, prolongándose durante los años de la Segunda República y hasta el estallido de la guerra civil en 1936.

Durante ese período de aproximadamente setenta años las Logias masónicas, al igual que otras entidades o asociaciones de tipo cultural, mutualista, recreativo o cooperativo, fueron erigiéndose en uno de los principales espacios donde se desarrollaba la sociabilidad “republicana”; o, si se prefiere, la sociabilidad “jacobina”. La Masonería, a pesar de ser una gran desconocida para casi todos, llegó a suscitar el interés de un número considerable de personas: desde simples curiosos a gentes que se sintieron atraídas por su halo misterioso y romántico, por esa acusación de ser “nidos conspiratorios” con que el absolutismo primero y el catolicismo integrista y ultramontano después acabaron identificando a la “secta” y a sus incorregibles hermanos. Una imagen ésta posiblemente bastante falsa y truculenta, pero que quizás llegó a ser del agrado de muchos masones. Al fin y al cabo el mito del complot realzaba el supuesto papel histórico de la Masonería, aumentaba hasta el infinito su panteón de hombres ilustres y situaba –en teoría– a la institución masónica en la vanguardia de lo que había sido en España la lucha en pos del progreso y las libertades, en contra del oscurantismo y la reacción. Además, posiblemente era ese mito lo que hacía que acudieran a las Logias nuevos prosélitos, un flujo continuo de savia nueva que iba a permitir el funcionamiento de esos cientos de Logias que funcionaron en toda España a fines del siglo XIX.

La Masonería en aquellos años fue convirtiéndose en un refugio o en un lugar de encuentro al que acudían personas de ideales progresistas y avanzados, gentes que desencantadas por el asfixiante caciquismo, por la manipulación sistemática del voto, por el control que la Iglesia ejercía sobre las conciencias y por la corrupción y fraude que imperaba en muchos ámbitos de la vida pública, pretendieron e intentaron difundir sus ideas en pro de la secularización, el librepensamiento, la defensa de un sistema de instrucción laica, la necesidad de la formación de una verdadera ciudadanía responsable, etc., no tan sólo a través de los cauces normalizados e instituidos –es decir, a través de los partidos y, en especial, los republicanos–, sino también mediante otros canales, uno de los cuales fue la Masonería. Es en este sentido en el que creo que habría que contemplar y comenzar a estudiar a las Logias como un espacio privilegiado de lo que quizás, de manera muy génerica, podríamos denominar principios, valores, cultura y sociabilidad “republicana”.

Y es que la Masonería, con independencia de sus aspectos rituálicos, simbólicos y filosóficos, pero con una leyenda a sus espaldas de misterio y de secreto, parecía el lugar idóneo de refugio y encuentro de los verdaderos espíritus liberales. En los Talleres y en las reuniones masónicas era posible discutir y disentir libremente, pero también coincidir en cuestiones fundamentales; era el lugar donde se aprendían, se explicaban y se transmitían un conjunto de valores, basados en las ideas de libertad, tolerancia, fraternidad, democracia…, junto a unos principios morales identificados con lo progresivo y justo, lo civilizado y racional. Todo ello se vio favorecido además por la existencia de lo que podríamos denominar una relativamente importante sintonía ideológica entre algunos de los postulados asumidos históricamente por la Masonería, y algunos de los principios defendidos tradicionalmente por los sectores progresistas y de izquierdas en España, utilizando ambos términos, claro está, en su más amplia y vaga acepción. En todo esto además el anticlericalismo jugó también un papel muy relevante, pues a poco que se analice se observará que fue siempre uno de los escasos elementos de coincidencia, o de afinidad, asumidos por el conjunto de las izquierdas españolas, ya fueran éstas liberales, republicanas, socialistas o anarquistas.

Todo este complejo entramado organizativo, en el que coincidían y se entremezclaban los integrantes de los comités y Ateneos republicanos con los miembros de las Logias; los periódicos y sociedades de librepensadores con los asistentes a los mítines y actos de propaganda republicanos, se vino abajo como un inmenso castillo de naipes en un momento muy concreto: en torno a 1898. Este derrumbamiento no se produjo tan sólo por los enfrentamientos y divisiones entre las diversas familias y Obediencias masónicas, o por aquella intensa campaña de desprestigio que, organizaciones como la Masonería, sufrieron a manos de la prensa clerical y ultraconservadora, acusándola de ser poco menos que la responsable de la pérdida de los últimos restos del imperio colonial. En mi opinión el hundimiento de la Masonería hundía sus raíces en problemas más complejos y profundos, y en buena medida no fue sino un reflejo más de la grave crisis y de la disgregación que atravesó el republicanismo español en el tránsito del siglo XIX al XX.

En cualquier caso, en torno al 98 los cientos de Logias existentes en España fueron clausurando sus trabajos y “abatiendo sus columnas” una tras otra, hasta quedar reducidas a la mínima expresión. Una situación de casi paralización o de languidez de las actividades masónicas que iba a prolongarse al menos hasta 1917. Desde esa fecha, las intensas movilizaciones y el alto grado de efervescencia política y social que comenzaron a manifestarse en España a partir de aquel año, provocando la agonía del Estado liberal y pseudo-representativo de la Restauración, tuvieron, creo, bastante que ver en el incremento paulatino que comenzaron a experimentar desde entonces los cuadros de las Logias. En cualquier caso, fue sobre todo el golpe de estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923, y la consiguiente implantación de la primera dictadura española del siglo XX, la que creó las condiciones propicias para que la Masonería española, como si de una especie de ave fénix se tratase, remontase de nuevo el vuelo y protagonizase un nuevo florecimiento. Un ejemplo de lo que decimos podemos encontrarlo en esta misma localidad de Ronda, donde a partir de los años veinte comenzaron a instalarse nuevos Talleres masónicos, en concreto las Logias Giner y Gautama, herederas de la influyente Logia Fiat Lux, desaparecida a fines del XIX, y donde serían iniciados como masones un buen número de rondeños, algunos de los cuales ciertamente llegarían a alcanzar un destacado protagonismo en la política local durante los años treinta.5

Fue precisamente en este proceso de renacimiento masónico en el que alcanzó un sobresaliente protagonismo un sevillano, el líder republicano y masón Diego Martínez Barrio, posiblemente el miembro más destacado de la Masonería española en todo el siglo XX. Martínez Barrio siempre concibió el desarrollo de la Orden y la pujanza de las actividades masónicas como algo indisolublemente unido al porvenir democrático y liberal de España. De ahí su insistencia en que la Masonería se convirtiera en un lugar de encuentro donde confluyeran y, en la medida de lo posible, dirimieran y limasen sus diferencias lo que él llamaba los “espíritus liberales, democráticos y progresivos”. No se trataba exactamente, como quiso ver la mentalidad conservadora de la época y como aún hoy defienden algunos autores de libelos y panfletos, de convertir a la Masonería en una especie de oculto “poder secreto” que impusiera sus directrices a los partidos. Martínez Barrio era bastante más sutil que todo eso: su objetivo era intentar restaurar, a través de la Masonería, la cordialidad perdida, la paz y el consenso en los principios y fines esenciales defendidos por esos hombres de espíritu avanzado, que para él era casi tanto como decir por la gran familia republicana. Esa misión histórica, sin embargo, tampoco debía traducirse en intentar convertir la institución en una especie de club político, o en una organización de fines partidistas. Ahora bien, con esta sutil distinción Martínez Barrio estaba resucitando un problema de difícil solución no ya en el ámbito de lo puramente especulativo, sino sobre todo en el terreno práctico; un debate que en realidad siempre había acompañado a la historia de la Masonería en España. Esto es, ¿dónde situar el límite entre el compromiso y la militancia política?. O en otras palabras: ¿donde terminaba para un buen masón –y para la propia institución– la defensa de los ideales democráticos y progresistas, y dónde comenzaban las actividades puramente políticas y partidistas?. ¿Realmente era posible establecer una clara y diáfana línea divisoria?…

En cualquier caso, fue sin duda durante los años veinte, en plena Dictadura y a pesar de las ocasionales persecuciones de las que fue objeto la Masonería por el régimen primorriverista, cuando las Logias comenzaron a llenarse de nuevos prosélitos, atrayendo a un número considerable de jóvenes idealistas y de gentes simpatizantes con lo que entonces se llamaban “las izquierdas”. Gentes que, con independencia de sus diferentes adscripciones ideológicas, políticas y partidistas, coincidían en una serie de ideas y aspiraciones comunes, y coincidían sobre todo en la idea de que era necesario hacer todo lo posible para acabar con la Monarquía, una institución que –desde su particular punto de vista– no sólo había entronizado en España un sistema político corrupto, sino que había condenado a los españoles al atraso, la barbarie, la incultura y el oscurantismo en todos los órdenes de la vida ciudadana, entregándolo a la tutela omnipresente de los frailes y los curas; a un poder clerical, sostén ideológico de los poderosos y que los masones identificaban con el “jesuitismo”, su bestia negra particular, al igual que la Masonería acabaría convirtiéndose en el enemigo público número uno de la España católica, tradicional y conservadora.

Durante los años veinte en las Logias fueron iniciados como masones muchos de quienes, a partir de abril de 1931, formaron parte de los gobiernos, los ministerios, las Cortes, los Ayuntamientos y las nuevas instituciones políticas de la Segunda República española, nutriendo con su presencia los cuadros directivos de los principales partidos republicanos. Cientos de masones pasaron a desempeñar importantes cargos públicos en aquella primera democracia española, aunque creo que, en general, no por el hecho de que la Masonería los hubiera colocado ahí, sino más bien por la militancia y el protagonismo que estas personas venían ejerciendo desde hacía bastantes años al frente de sus respectivas organizaciones.

Pero en aquella coyuntura cargada de ilusiones y esperanzas que para la mayoría de los españoles significó el advenimiento de la Segunda República, muchos miembros de la Orden pensaron que ya había pasado el tiempo de filosofar, de debatir en sus Logias sobre lo divino y lo humano, y que había llegado la hora de intentar hacer cosas; de introducir reformas desde unas instancias de poder a las que habían sido aupados por la fuerza de los votos de sus conciudadanos. Y fue justamente aquí donde entraron en colisión las ideas y los posicionamientos de unos individuos que, a título personal eran masones, pero que pertenecían a partidos y organizaciones con aspiraciones, sueños y proyectos muy diferentes y, en algunos aspectos, radicalmente antitéticos. Como antitético era lo que representaban y los valores e intereses que defendían en la España de los años treinta un anarquista, un socialista, un comunista, un republicano “burgués” de centro-izquierda, un nacionalista catalán o gallego, o un republicano moderado seguidor de Lerroux o de Alcalá-Zamora.

En el parlamento y en las altas esferas de la política nacional, pero también en el plano local, estas diferentes perspectivas, proyectos y sensibilidades se tradujeron en una cosa: en enfrentamientos entre las fuerzas que habían hecho posible en abril de 1931 la llegada de la democracia. Y en lugares donde existía además una Logia o un Triángulo masónico lo que ocurrió fue que la convivencia entre sus miembros fue deteriorándose, hasta hacerse cada día más problemática y más difícil. Todo ello daría lugar a una grave crisis en el seno de la propia institución, una crisis que contrasta vivamente con esa imagen que tenemos aún de la Segunda República como la etapa de máximo esplendor de la Masonería en la Historia de España.

Crisis de la Masonería que queda ocultada por el brillo y el protagonismo que tantos y tantos masones alcanzaron en la vida pública de aquellos años, pero que se manifestó en la práctica en múltiples aspectos. Por ejemplo, en el tremendo absentismo en la asistencia a las tenidas masónicas, una consecuencia derivada del hecho de que durante los años treinta una parte muy considerable de los masones españoles, por no decir la mayoría, priorizaron de una manera clara su dedicación a la política sobre sus obligaciones y trabajos como masones..

Crisis de la Masonería en la Segunda República derivada además de lo que podríamos llamar la propia dinámica política del período, y que situó a los masones en posiciones muy enfrentadas en virtud de su adscripción a partidos y organizaciones antagónicas. Piénsese, por ejemplo, en los enfrentamientos entre radicales y socialistas durante el primer bienio; en el desgarramiento interno que conoció el radicalismo a partir de 1934, una vez consumada la escisión del grupo encabezado por Martínez Barrio; o recuérdese la lucha a muerte que, en ocasiones, protagonizaron las organizaciones obreras contra los partidos y las instituciones republicanas, para comprender correctamente los enfrentamientos, las polémicas, las pugnas y las escisiones que, a tenor de la documentación conservada, se vivieron en tantas Logias entre 1931 y 1936.

Pero además y para desgracia de los propios masones, este doble compromiso o, si se quiere, doble militancia –política y masónica– que tanto utilizó la derecha española para desacreditar al régimen nacido el 14 de abril de 1931, cristalizó en plena guerra civil y durante el régimen de Franco en la elaboración del mito del «contubernio judeo-masónico-comunista», una idea en realidad simplista donde las haya, pero que en su momento cumplió perfectamente su cometido de explicación “justificadora” de la necesidad de un “glorioso alzamiento salvador de la patria”...

Esto ha sido así porque tradicionalmente la derecha española, y posteriormente el general Franco y sus incondicionales, llegaron a autoconvencerse de que toda la política desarrollada en nuestro país durante la Segunda República era, simplemente, la aplicación meticulosa de un siniestro plan trazado por unos oscuros “Poderes Secretos”, cuya única finalidad parecía ser la aniquilación del alma de la “verdadera” España… En el ambiente radicalizado de los años treinta y ante una realidad percibida como hostil y amenazadora para sus valores, intereses y creencias, las derechas españolas se mostraron incapaces de analizar racionalmente esa realidad, sustituyéndola por una interpretación maniquea basada en el convencimiento de que existía un inmenso “complot” o “contubernio” contra España, cuyo brazo ejecutor eran los terribles y siniestros masones. De esta manera y a los ojos de una parte considerable de la sociedad española, la Masonería se convirtió en la responsable de todos sus males y desgracias, en sus “judíos” o sus chivos expiatorios particulares: en suma, en el supuesto “Mal” que era necesario aplastar y aniquilar para destruir el poder de la “Anti-España”.

Todo esto, en mi opinión, es lo que nos indica a voces la documentación si uno se preocupa de abordar en profundidad lo que ha sido el verdadero problema de la historia de la Masonería en nuestro país. Un problema que no radica en si los masones creían en Dios o dejaban de creer, en si utilizaban tales o cuales rituales, sino en su proyección, y lo que algunos llamarían “injerencia”, y otros preferirán quizás llamar “preocupación”, por el futuro y el rumbo de la vida política, de la vida social, y por la difusión de determinadas corrientes de pensamiento en nuestro país. Creo que no debería existir ningún inconveniente en reconocer que la Masonería, las Logias y los masones, como individuos y como institución, en determinados momentos han hecho “política” en nuestro país. Porque política, como dirían los antiguos griegos, no es más que todo aquello que afecta a la vida de la “polis”, a la vida de la ciudad, a las preocupaciones de los ciudadanos. Porque hacer o preocuparse por los asuntos públicos, por la política, es algo natural en todo ser humano que se siente parte de una comunidad.

Lo que debemos preocuparnos, pienso, es de intentar interrogarnos sobre el por qué de las cosas, intentando sustituir por conocimiento aquellas visiones e interpretaciones que, como en el caso de la Historia de la Masonería, han estado entre nosotros casi siempre marcadas por los mitos, los cuentos y las simples leyendas.

* * *
No quisiera terminar esta intervención sin leerles algunas palabras pronunciadas por un personaje en cuya biografía vengo trabajando desde hace años, el sevillano don Diego Martínez Barrio. Un personaje que, en mi opinión, luchó como pocos por hacer realidad aquella República soñada por tantos españoles, demócratas a fuer de liberales y que, como él, fueron también miembros de una institución respetada en todo el mundo civilizado: la Orden del Gran Arquitecto del Universo. Se trata de unas palabras pronunciadas en 1924, en su primer mensaje como Gran Maestre de la Masonería andaluza. En aquella ocasión don Diego, que dejó de asistir a la escuela cuando apenas contaba 11 años, empezando a ganarse la vida como aprendiz de panadero, se dirigió a los masones de su jurisdicción con las siguientes palabras:

“Hermanos Míos:
A raíz de la terminación de la Gran Guerra, algunas minorías humanas de las que a sí mismas se proclaman rectoras del pensamiento universal, declararon el fracaso de todos los principios políticos y sociales animadores de la civilización en el siglo XIX. Lanzóse entonces fuera de la circulación de las ideas modernas a las de libertad y democracia, considerando que la igualdad social podría fundarse en una nueva concepción del Derecho que robusteciera, a beneficio de la clase dominante, el poder centralizador del Estado.
Fruto de esa concepción materialista del gobierno humano fueron dos regímenes paralelos, aunque al servicio de clases distintas: el de Rusia y el de Italia. Pareció durante unos meses que la cultura y la civilización del mundo iban a perecer en estas sirtes, colocadas de un lado cerca de los pueblos orientales, sumidos todavía en el sopor de su decadencia ultramilenaria; de otro en el centro mismo de la vida de Occidente, cuyo desarrollo acababa de sufrir tan rudo golpe en los campos de guerra.
Por un fenómeno de mimetismo, harto explicable, las muchedumbres abominaron de los principios democráticos, corriendo tras la eterna ilusión de una salvación en masa, sin previas depuraciones individuales; y a lo largo de todas las calzadas del espíritu universal se profirieron gritos de abominación contra la democracia, la libertad y los derechos proclamados por la Revolución Francesa […]
Pero nosotros, hermanos míos, en la vida nacional tenemos también, y sin resolución victoriosa aún, nuestro problema. El odio al liberalismo ha echado fuertes raíces dentro de la Patria […] No debemos hurtarnos, por tanto, la triste verdad de que ese odio a la libertad ha ganado parte considerable de la opinión española. Es de mal tono defender el liberalismo y el humanismo. Los principios democráticos y liberales exigen teóricamente, y para los hombres de verticalidad moral prácticamente, sacrificios y limitaciones que contrastan con la laxitud de las escuelas adversarias, que exaltando el libre juego de la personalidad o del Estado reducen considerablemente los deberes de cada hombre para con sus semejantes. La libertad es además contradicción y responsabilidad; lo fundamentalmente opuesto a la holgazanería de quienes buscan en el Estado-providencia o en el sindicato-providencia órganos excepcionales que les libren de la cooperación y servicio públicos.
Todo ello, queridos hermanos, supone un considerable recargo a nuestra labor. Universalmente hay que unir el esfuerzo de la masonería española a aquel otro de las restantes masonerías, tan abnegado y tenaz. Nacionalmente nos incumbe desembarazar los caminos, dando salida y expansión a las ansias subyacentes en los núcleos vitales de España, o, por mejor decir, en lo que queda dignamente de España […]
El cumplimiento de estos deberes está cercano. Fácil será la preparación para cumplirlos si la Asamblea cuenta con la abnegación de todos.
La mía nace de la convicción y del honor del cargo, y yo os digo que en la obra de organización y de combate no he de ceder a ninguno lo que a mi deber corresponda. Por seguro tengo que al fin de la jornada la Historia se escribirá en honor nuestro, y la Patria y la Humanidad quedarán satisfechas…”
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Unos años después de pronunciar este discurso, en los primeros tiempos de aquella democracia recién conquistada que pretendió ser la Segunda República española, Martínez Barrio resumiría a sus hermanos masones gallegos lo que para él constituía la principal virtud de la Masonería, de aquella institución a la que él tanto se honraba en pertenecer. En un mensaje a la Logia Pensamiento y Acción, fechado en marzo de 1933, el Gran Maestre Nacional del Gran Oriente Español escribió lo que sigue:

“Venerable Maestro y Queridos Hermanos:
Es para mí una singular satisfacción saludar a esa Respetable Logia en el momento de su incorporación oficial al Grande Oriente Español, tanto más cuanto que ahora se precisa esencialmente el esfuerzo de todos para consolidar la obra de progreso que en anteriores etapas hemos desarrollado.
Una virtud masónica conviene que no olvidéis en vuestros trabajos: la de la tolerancia; y otra tenéis la obligación de practicar sin desmayo: la de la fraternidad.
El mundo, y en nuestro mundo, España, es por demás intolerante. Cada hombre, dueño de una verdad, quiere monopolizarla e imponerla como si fuera la verdad única. La intolerancia es incomprensión y limitación. Saber que en todas las almas hay una chispa de la ciencia divina y que todas concurren al fin último de la perfección universal pone en el camino de comprender al prójimo, de disculparlo y de amarlo. Quien no sienta la virtud de la tolerancia, cuéntese como un extranjero en el hogar de la Masonería.
A su vez, el masón ha de cultivar los principios de fraternidad. Amar a los que nos aman, resulta fácil; hay que amar, o disculpar al menos, a los que no nos aman. El mundo vive espoleado por el odio y es necesario cambiarle de signo. La salvación está en la fraternidad, y cuando ella se logre, en su superación, que es el amor.
Que esa Logia “Pensamiento y Acción” emplee los suyos y la suya en el servicio de estos postulados es mi deseo. Así contribuirá a la obra singular que el destino nos reparte y de cuyo éxito depende, en lo que a nosotros se refiere, el feliz progreso de España.
Recibid, Venerable Maestro y Querido Hermanos, un triple abrazo fraternal de Diego Martínez Barrio”7

Testimonios como los de Martínez Barrio me hacen pensar que ese binomio masonería-política ha tenido en la reciente Historia de España una importancia y ha alcanzado unas derivaciones que la mayoría de los historiadores no hemos sabido aún reconocerle. Y por eso pienso que es necesario seguir estudiando y profundizando en esa realidad de nuestro pasado, aunque sólo sea porque una de las principales funciones de los historiadores no sea otra sino la de intentar sustituir los mitos por conocimiento. Por eso y porque tal vez, como escribiera Dilthey, en el avance continuo del conocimiento, y en la conciencia de la relatividad de toda clase de creencias, esté uno de los pasos finales hacia la plena emancipación y libertad del ser humano.

1 “«El nuevo régimen. La República es nuestro patrimonio», en Boletín Oficial del Supremo Consejo del Grado 33 para España y sus dependencias, Madrid, nº 396 (junio de 1931), pp. 1-3.
2 Lugar citado. También la Obediencia minoritaria, la Gran Logia Española (GLE) en su saludo a la República exhortó “a los francmasones que integran el Gobierno Provisional, al alto personal, compuesto, asimismo, y en su mayoría, de hermanos” que fueran “leales custodios de esos caudales morales que se les confían y que por la República hagan la ventura de España...” Véase «Saludo a la República», en Boletín Oficial de la Gran Logia Española, Madrid, nº 8 (primer semestre de 1931. Segunda Época), pág. 1.
3 El número de diputados-masones en las Cortes republicanas difiere según los cálculos realizados por distintos autores. Según nuestros datos, se aproximaron a trescientos los escaños ocupados por diputados pertenecientes a la Masonería en las tres legislaturas republicanas. Puede consultarse al respecto: FERRER BENIMELI, J.A.: «La Masonería y la Constitución de 1931», Cuadernos de Investigación Histórica, Madrid, nº 5, 1981, pp. 217-274; GOMEZ MOLLEDA, M.D.: La Masonería en la crisis española del siglo XX, Madrid, Taurus, 1986; CRUZ OROZCO, J.I.: «Los diputados masones en las Cortes de la II República (1931-1936)», Actas del III Symposium de Historia de la Masonería Española, Zaragoza, 1989, vol. I, pp. 123-188, etc.
4 Lo expuesto a continuación constituye un resumen de cuestiones tratadas por el autor en otros trabajos, a los que remitimos para un análisis más detallado. Véase al respecto ÁLVAREZ REY, L.: Aproximación a un mito: masonería y política en la Sevilla del siglo XX, Sevilla, Ayuntamiento, 1997, 366 páginas; “Masonería y política en la Segunda República: algunos datos sobre Andalucía”, en Varios Autores: Masonería, prensa y opinión pública en la España contemporánea, Sevilla, Ayuntamiento, 1997, pp. 99-138; “La Masonería en Sevilla: entre el compromiso y la militancia política (1900-1936)”, Actas del IV Symposium Internacional de Metodología Aplicada a la Historia de la Masonería española, Zaragoza, 1990, tomo II, pp. 227-262; “Un espacio de sociabilidad: la Masonería en Cádiz entre el 98 y la guerra Civil”, en Sánchez Mantero, R.: En torno al 98. Actas del IV Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea, Huelva, Universidades de Sevilla y Huelva, 2000, Tomo I, pp. 479-501; ALVAREZ REY, L. y FERNANDEZ ALBENDIZ, M.C.: “La Masonería española y América”, Actas del II Congreso Internacional de Hispanistas, Málaga, Ed. Algazara, 1988, pp. 281-300; ALVAREZ REY, L. y otros autores: “Elites políticas en Andalucía y Masonería en la Segunda República”, Actas del X Symposium Internacional de Historia de la Masonería Española, Zaragoza, 2004, tomo II, pp. 935-1004, etc.
5 Véase el Anexo que incluimos al final de estas páginas.
6 Mensaje del Gran Maestre de la Gran Logia Simbólica Regional del Mediodía de España a todos los Talleres, Triángulos y masones de su jurisdicción (1924), en ARCHIVO GENERAL DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (Salamanca), sección Masonería, Legajo 681-A. 7 AGGCE, sección Masonería, Leg. 97-4-4, citado por J.A. FERRER BENIMELI, El contubernio judeo-masónico-comunista, Madrid, Istmo, 1982, pp. 376-377
7 AGGCE, sección Masonería, Leg. 97-4-4, citado por J.A. FERRER BENIMELI, El contubernio judeo-masónico-comunista, Madrid, Istmo, 1982, pp. 376-377.