El Código Civil no parece a primera vista un texto transido de amor y se hace difícil asociarlo a un sentimiento tan entrañable y cordial como es la amistad y sin embargo vivimos juntos bajo una misma ley gracias a esa amistad.
Lo “civil” como adjetivo parece que enfriara con su estilo contractual todo lo que toca. Así el matrimonio entre nosotros la expresión mas elaborada quizá del amor romántico que se remonta en su configuración al amor cortés de trovadores y espadachines se compadece mejor con las fórmulas absolutas y solemnes de la sacralidad en el matrimonio de rito religioso. El rito civil se templa con un toque de prosa legal en un escueto trámite, desarrollado ante un alcalde o un juez, en el matrimonio del mismo nombre. Para compensar un tanto la falta de prosopopeya del rito civil hemos añadido un toque de pompa y esplendor acicalando salas especiales y escalinatas “ad hoc” para poder permitir a los novios y a los invitados sentir de alguna manera el sentido de lo extraordinario que implica el compromiso matrimonial. La pérdida de sacralidad que implica lo civil supone sin embargo el logro de un entendimiento del vínculo matrimonial menos absoluto, mas modesto, pero lleno de razonabilidad que permite mayores cotas de autonomía a los individuos ampliando sus posibilidades de elección en orden al gobierno de su propia vida.
En el mismo orden de cosas hablamos hoy de una ética civil como una ética de mínimos exenta de todo afán de totalidad dirigida fundamentalmente a garantizar unas cotas indispensables de convivencia, sin exigir ni prohibir el heroísmo o la santidad sino solamente centrada en la razonabilidad. El pensamiento político democrático ha influido determinantemente en la problematización de la relación entre Ley, Moral y Religión. Se trata de tres órdenes de pensamiento, y de sentimiento, con pretensiones de regular la vida social y colectiva. En un primer momento, la religión inundaba todas las estructuras e instituciones políticas del Estado: La Ley, los Tribunales, el Ejercito.
Toda la Edad Antigua y Media es un crecer y fortalecerse del paradigma cosmológico, religioso y organizativo de judeocristianismo, con todos sus elementos, los benéficos, y los maléficos. Es con la Ilustración cuando se plantea un nuevo paradigma, que no pretende negar al cristianismo, pero sí la Cristiandad como posición política de única verdad permitiendo una cosmología mas amplia y plural, arrebatando a los poderes eclesiásticos su poder político y su monopolio espiritual, reivindicando una reglas jurídicas y éticas fundadas en la autonomía de lo humano. La consolidación de la modernidad política no ha estado exenta de problemas y turbulencias, y el siglo XX ha sido un exponente de los conflictos implícitos en esa consolidación. El fascismo en sus diferentes versiones supuso un desafío externo frontal y violento contra los valores demoliberales ilustrados, pero por otro lado el comunismo totalitario fue también un desafío contra la democracia nacido de la misma raíz ilustrada en su versión radical rousseauniana.
La democracia-liberal como forma de convivencia política ha supuesto también la creación de una ética de la convivencia etiquetada como ética civil, es decir entendida como una ética de mínimos, con un fundamento contractual y negociado, no dirigida a la totalidad de nuestro ser sino exclusivamente a aquellos aspectos relacionales ordenados por la ley civil. Mas aún el fundamento mismo de nuestro orden político se funda en términología de John Rawls en una especie de amistad, es decir en una cierta forma de amor, una amistad que adjetivamos como civil, que garantiza que todos los partícipes del vínculo de ciudadanía nos reconozcamos una condición humana y una dignidad que no nos pueda ser arrebatada bajo ninguna condición, a pesar de las diferencias ideológicas, filosóficas o religiosas que razonablemente nos puedan separar. La clave de bóveda de toda convivencia civilizada está precisamente en ese pacto de amistad civil en cuyo marco es posible la libertad, controversia y la confrontación política, pero sin la cual se deshace la existencia misma de la sociedad humana y surge la guerra de todos contra todos.
La democracia-liberal como forma de convivencia política ha supuesto también la creación de una ética de la convivencia etiquetada como ética civil, es decir entendida como una ética de mínimos, con un fundamento contractual y negociado, no dirigida a la totalidad de nuestro ser sino exclusivamente a aquellos aspectos relacionales ordenados por la ley civil. Mas aún el fundamento mismo de nuestro orden político se funda en términología de John Rawls en una especie de amistad, es decir en una cierta forma de amor, una amistad que adjetivamos como civil, que garantiza que todos los partícipes del vínculo de ciudadanía nos reconozcamos una condición humana y una dignidad que no nos pueda ser arrebatada bajo ninguna condición, a pesar de las diferencias ideológicas, filosóficas o religiosas que razonablemente nos puedan separar. La clave de bóveda de toda convivencia civilizada está precisamente en ese pacto de amistad civil en cuyo marco es posible la libertad, controversia y la confrontación política, pero sin la cual se deshace la existencia misma de la sociedad humana y surge la guerra de todos contra todos.
El nivel de desarrollo moral y material al que hemos llegado no está blindado, ni es una realidad irreversible de ahí que el término civil que apela a la razonabilidad dialogada del derecho se convierta paradógicamente en sinónimo de atrocidad fraticida cuando adjetiva la palabra “guerra”.
La amistad civil sobre la que se funda nuestra convivencia es el mayor de nuestros bienes colectivos, superior a cualquier otro valor ideológico por muy deseable que este sea, y se trata de un patrimonio jurídico y político por el que debemos velar constantemente como ciudadanos impidiendo que la vehemencia de nuestros legítimos disensos pueda lesionarla.
Todas nuestras instituciones deben estar al servicio de esa “amistad civil”.
Javier Otaola
Defensor Vecinal de la Ciudad de Vitoria-Gasteiz
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